David Alberto Campos Vargas
La Psicología y la Psiquiatría deben apuntar hacia la complejidad; el objeto de su estudio es complejo, y si no se adaptan a la complejidad del psiquismo humano, necesariamente habrán de quedarse con una visión restringida e incompleta de los fenómenos que pretenden conocer.
Este es uno de los problemas del reduccionismo: el querer abordar un problema complejo (como es la conducta humana) desde una sola perspectiva; al pretender reducir los complejos fenómenos de la vida psíquica y sus manifestaciones, hace una confesión de su propia debilidad: nunca será suficiente. Abarcará sólo un puñado de lo que debería comprender.
Ahora, ¿de qué manera se consigue dicha complejidad? ¿No es acaso el observador un ente ya limitado de antemano? Sí, lo es. Todo observador es falible, pues lo que observa está limitado por su particular manera de acercarse y conocer al fenómeno que investiga. Lo que observa está limitado por la configuración de su sistema nervioso, por su propio psiquismo, por las expectativas de lo que desea encontrar en el fenómeno, por el tipo de conocimiento que espera adquirir. Ningún psicopatólogo puede darse el lujo de negar esto. Pero tampoco puede quedarse cruzado de brazos.
No existe teoría perfecta. El conocimiento humano es una sucesión dialéctica, es dinamismo y cambio: cada hipótesis es contrastada con la realidad (o, para ser más sinceros, con lo que cada ciencia o disciplina establece que es la realidad: su realidad contextual), y cuando muestra ser suficientemente insuficiente (porque toda hipótesis es contingente, e insuficiente de antemano), urge la necesidad de reemplazarla por otra más comprensiva, más abarcativa. Ahora bien: pocas veces somos tan afortunados. A veces la Humanidad tarda siglos en cambiar de paradigmas. O no aparecen nuevas hipótesis, o las nuevas son igualmente insuficientes para comprender determinado fenómeno. Y hay que añadir el exagerado conservadurismo con que la ciencia “oficial”, tan reacia a la imaginación y las luces de la creatividad, tiende a aferrarse a las hipótesis viejas.
Pero insisto en que ningún psicopatólogo (y nadie que desee hacer algún aporte al conocimiento humano) puede quedarse cruzado de brazos. Las limitaciones de su proceso de conocer el fenómeno, las limitaciones a la hora de describir lo que ha logrado abstraer de dicho fenómeno, y los demás obstáculos epistemológicos, lejos de desanimar, deben alentar a la búsqueda de conocimiento.
Ahora bien: ¿cómo podemos describir lo que logramos abstraer de los fenómenos? Tenemos entonces la opción de hacer cuadros “típicos” para englobar determinadas clases de trastornos o conductas. Estos cuadros tienen un poderoso poder pedagógico: el estudiante aprende de ellos con facilidad. Cuando se lee una descripción típica de algo en particular, se aprehende dicho fenómeno mucho más fácilmente. Por eso somos tan proclives a crear categorías.
Las categorías simplifican a vida del psicopatólogo, y del clínico, pues universalizan el concepto: permiten a todos hablar en la misma lengua. Esta unificación de términos, desarrollada en el siglo XX por eminentes estudiosos del psiquismo humano, permitió alejarse de la confusión y de las interpretaciones y lecturas idiosincrásicas de los fenómenos. Así, las categorías permiten hacernos una idea de cómo es cada fenómeno, permiten agrupar, permiten sistematizar el conocimiento. Nos han sido tan útiles a los psiquiatras que por años hemos intentado unificar la experiencia clínica en sistemas nosográficos, en clasificaciones.
Pero el tigre no es como lo pintan. Por más detallada que sea una categoría diagnóstica, por más minuciosa que sea su descripción, por más amplia y meticulosa que sea la organización de los elementos que la definen, siempre tendremos un abismo insalvable: cuando se usan las palabras, o cualquier otro código de comunicación, ellos se revelan insuficientes para describir el fenómeno. El clínico experto concordará conmigo en que hay cosas que, sencillamente, no se pueden describir con suficiencia. Hay aspectos del fenómeno a conocer que escapan a la verbalización, que escapan a la codificación. ¿No han sentido, por ejemplo, cómo determinados pacientes despiertan determinadas y peculiares reacciones?, ¿O cómo, intuitivamente, llegamos a un diagnóstico? Pero la ciencia ortodoxa, que menosprecia el conocimiento intuitivo, y el lenguaje, en sí mismo un sistema limitado, no son suficientes.
Y supongamos que se lograra, algún día, superar ese obstáculo. De todas formas, el tigre seguirá siendo distinto a como lo pinten. ¿Por qué? Porque cada categoría es sólo una representación del fenómeno. Así como podemos hacer una figura de Dios, y ésta nunca será Dios, sino una mera representación suya, podemos establecer categorías diagnósticas pero éstas nunca abarcarán a la totalidad de los pacientes. Hay pacientes que escapan a las categorizaciones. Hay personas que escapan a las clasificaciones. El fenómeno nunca será igual a la idea (o categoría, o concepto) que lo representa.
Y aún suponiendo que lográramos englobar, en una categoría, todos y cada uno de los signos y síntomas de determinado paciente, seguiremos encontrando problemas en la categorización. Porque la categoría puede sernos fiel retrato de ese paciente en particular, pero no necesariamente podrá ser fiel retrato de todos los demás pacientes. Hay pacientes que cumplen con sólo unos de los signos y síntomas enunciados. Hay pacientes que tienen los síntomas enunciados en la categoría, pero también otros. Hay variaciones. Así como no hay un cerebro igual a otro, no hay paciente igual a otro. El campo de investigación del psicopatólogo es un multiverso, un universo en el que cada sujeto es único, irrepetible; un universo de seres distintos, con una vivencia distinta, única; un universo de fenómenos particulares.
Otra gran falencia de las categorizaciones en psiquiatría es que no siempre están respaldadas por datos fehacientes. Ya desde la Antigüedad sabemos cómo pueden ser de engañosas las apariencias. Los sentidos nos engañan, ciertamente. Y nuestra subjetividad. Digamos, con franqueza, que ningún psicopatólogo puede afirmar ser infalible. Nadie es 100% veraz. Todo argumento puede ser falseable, controvertible: dondequiera que tengamos una teoría, tendremos también fisuras en ella: y hasta el edificio más hermoso puede derrumbarse. Algunos pretendieron, ingenuamente, ver en las variables biológicas la solución. Tampoco fueron datos suficientes: muchas veces, lo que observamos a nivel neurofisiológico en determinada enfermedad podemos observarlo también en otras, o lo que observamos en un paciente podemos no observarlo en otro paciente con una clínica muy similar. A veces observamos variaciones inespecíficas. A veces, variaciones tan grandes de la normalidad que no sabemos hasta qué punto esos cambios a nivel cerebral pueden traslaparse a las categorías clínicas. Es más, muchas veces los hallazgos neurofisiológicos controvierten las propias categorizaciones. Y muchas veces no podemos eliminar variables de confusión como medicaciones y otros tratamientos que recibió, vicisitudes del medio como las deprivaciones cognitivas y sociales que la misma enfermedad produce, y otros factores que modifican y matizan la lesión netamente somática. produjo). Y en ocasiones no podemos llegar a determinar con absoluta certeza cuál fue justamente el cambio somático que produjo la sintomatología (pues una lesión en un sitio específico puede producir manifestaciones distintas, o lesiones o disfunciones distintas pueden converger en un mismo cuadro semiológico).
Y la categorización lleva aparejado otro problema: el de la exclusión. Parece que es innato en los humanos establecer jerarquías, clases, categorizaciones. Y la perversión de esta conducta es justamente la de encasillar, la de estigmatizar, la de satanizar todo lo que se aleja de la media, de lo que creemos que es “normal”. Podría hablarse de un fascismo diagnóstico, de un furor por categorizar y alienar a las personas, de una perniciosa tendencia a etiquetar, a rotular a diestra y siniestra, sin tener en cuenta que la normalidad es justamente heterogénea. Las categorías diagnósticas, mal utilizadas, son un arma de exclusión e intolerancia. Por eso debemos ser tan cautelosos al usarlas. Y por eso debemos entenderlas en su contexto: son una ayuda útil en la clínica, son una orientación diagnóstica, permiten disminuir la confusión y los malentendidos en la comunicación entre psiquiatras, pero si se descontextualizan y se usan en otros ámbitos (político, por ejemplo), las categorías pueden ser bastante nocivas.
Este es uno de los problemas del reduccionismo: el querer abordar un problema complejo (como es la conducta humana) desde una sola perspectiva; al pretender reducir los complejos fenómenos de la vida psíquica y sus manifestaciones, hace una confesión de su propia debilidad: nunca será suficiente. Abarcará sólo un puñado de lo que debería comprender.
Ahora, ¿de qué manera se consigue dicha complejidad? ¿No es acaso el observador un ente ya limitado de antemano? Sí, lo es. Todo observador es falible, pues lo que observa está limitado por su particular manera de acercarse y conocer al fenómeno que investiga. Lo que observa está limitado por la configuración de su sistema nervioso, por su propio psiquismo, por las expectativas de lo que desea encontrar en el fenómeno, por el tipo de conocimiento que espera adquirir. Ningún psicopatólogo puede darse el lujo de negar esto. Pero tampoco puede quedarse cruzado de brazos.
No existe teoría perfecta. El conocimiento humano es una sucesión dialéctica, es dinamismo y cambio: cada hipótesis es contrastada con la realidad (o, para ser más sinceros, con lo que cada ciencia o disciplina establece que es la realidad: su realidad contextual), y cuando muestra ser suficientemente insuficiente (porque toda hipótesis es contingente, e insuficiente de antemano), urge la necesidad de reemplazarla por otra más comprensiva, más abarcativa. Ahora bien: pocas veces somos tan afortunados. A veces la Humanidad tarda siglos en cambiar de paradigmas. O no aparecen nuevas hipótesis, o las nuevas son igualmente insuficientes para comprender determinado fenómeno. Y hay que añadir el exagerado conservadurismo con que la ciencia “oficial”, tan reacia a la imaginación y las luces de la creatividad, tiende a aferrarse a las hipótesis viejas.
Pero insisto en que ningún psicopatólogo (y nadie que desee hacer algún aporte al conocimiento humano) puede quedarse cruzado de brazos. Las limitaciones de su proceso de conocer el fenómeno, las limitaciones a la hora de describir lo que ha logrado abstraer de dicho fenómeno, y los demás obstáculos epistemológicos, lejos de desanimar, deben alentar a la búsqueda de conocimiento.
Ahora bien: ¿cómo podemos describir lo que logramos abstraer de los fenómenos? Tenemos entonces la opción de hacer cuadros “típicos” para englobar determinadas clases de trastornos o conductas. Estos cuadros tienen un poderoso poder pedagógico: el estudiante aprende de ellos con facilidad. Cuando se lee una descripción típica de algo en particular, se aprehende dicho fenómeno mucho más fácilmente. Por eso somos tan proclives a crear categorías.
Las categorías simplifican a vida del psicopatólogo, y del clínico, pues universalizan el concepto: permiten a todos hablar en la misma lengua. Esta unificación de términos, desarrollada en el siglo XX por eminentes estudiosos del psiquismo humano, permitió alejarse de la confusión y de las interpretaciones y lecturas idiosincrásicas de los fenómenos. Así, las categorías permiten hacernos una idea de cómo es cada fenómeno, permiten agrupar, permiten sistematizar el conocimiento. Nos han sido tan útiles a los psiquiatras que por años hemos intentado unificar la experiencia clínica en sistemas nosográficos, en clasificaciones.
Pero el tigre no es como lo pintan. Por más detallada que sea una categoría diagnóstica, por más minuciosa que sea su descripción, por más amplia y meticulosa que sea la organización de los elementos que la definen, siempre tendremos un abismo insalvable: cuando se usan las palabras, o cualquier otro código de comunicación, ellos se revelan insuficientes para describir el fenómeno. El clínico experto concordará conmigo en que hay cosas que, sencillamente, no se pueden describir con suficiencia. Hay aspectos del fenómeno a conocer que escapan a la verbalización, que escapan a la codificación. ¿No han sentido, por ejemplo, cómo determinados pacientes despiertan determinadas y peculiares reacciones?, ¿O cómo, intuitivamente, llegamos a un diagnóstico? Pero la ciencia ortodoxa, que menosprecia el conocimiento intuitivo, y el lenguaje, en sí mismo un sistema limitado, no son suficientes.
Y supongamos que se lograra, algún día, superar ese obstáculo. De todas formas, el tigre seguirá siendo distinto a como lo pinten. ¿Por qué? Porque cada categoría es sólo una representación del fenómeno. Así como podemos hacer una figura de Dios, y ésta nunca será Dios, sino una mera representación suya, podemos establecer categorías diagnósticas pero éstas nunca abarcarán a la totalidad de los pacientes. Hay pacientes que escapan a las categorizaciones. Hay personas que escapan a las clasificaciones. El fenómeno nunca será igual a la idea (o categoría, o concepto) que lo representa.
Y aún suponiendo que lográramos englobar, en una categoría, todos y cada uno de los signos y síntomas de determinado paciente, seguiremos encontrando problemas en la categorización. Porque la categoría puede sernos fiel retrato de ese paciente en particular, pero no necesariamente podrá ser fiel retrato de todos los demás pacientes. Hay pacientes que cumplen con sólo unos de los signos y síntomas enunciados. Hay pacientes que tienen los síntomas enunciados en la categoría, pero también otros. Hay variaciones. Así como no hay un cerebro igual a otro, no hay paciente igual a otro. El campo de investigación del psicopatólogo es un multiverso, un universo en el que cada sujeto es único, irrepetible; un universo de seres distintos, con una vivencia distinta, única; un universo de fenómenos particulares.
Otra gran falencia de las categorizaciones en psiquiatría es que no siempre están respaldadas por datos fehacientes. Ya desde la Antigüedad sabemos cómo pueden ser de engañosas las apariencias. Los sentidos nos engañan, ciertamente. Y nuestra subjetividad. Digamos, con franqueza, que ningún psicopatólogo puede afirmar ser infalible. Nadie es 100% veraz. Todo argumento puede ser falseable, controvertible: dondequiera que tengamos una teoría, tendremos también fisuras en ella: y hasta el edificio más hermoso puede derrumbarse. Algunos pretendieron, ingenuamente, ver en las variables biológicas la solución. Tampoco fueron datos suficientes: muchas veces, lo que observamos a nivel neurofisiológico en determinada enfermedad podemos observarlo también en otras, o lo que observamos en un paciente podemos no observarlo en otro paciente con una clínica muy similar. A veces observamos variaciones inespecíficas. A veces, variaciones tan grandes de la normalidad que no sabemos hasta qué punto esos cambios a nivel cerebral pueden traslaparse a las categorías clínicas. Es más, muchas veces los hallazgos neurofisiológicos controvierten las propias categorizaciones. Y muchas veces no podemos eliminar variables de confusión como medicaciones y otros tratamientos que recibió, vicisitudes del medio como las deprivaciones cognitivas y sociales que la misma enfermedad produce, y otros factores que modifican y matizan la lesión netamente somática. produjo). Y en ocasiones no podemos llegar a determinar con absoluta certeza cuál fue justamente el cambio somático que produjo la sintomatología (pues una lesión en un sitio específico puede producir manifestaciones distintas, o lesiones o disfunciones distintas pueden converger en un mismo cuadro semiológico).
Y la categorización lleva aparejado otro problema: el de la exclusión. Parece que es innato en los humanos establecer jerarquías, clases, categorizaciones. Y la perversión de esta conducta es justamente la de encasillar, la de estigmatizar, la de satanizar todo lo que se aleja de la media, de lo que creemos que es “normal”. Podría hablarse de un fascismo diagnóstico, de un furor por categorizar y alienar a las personas, de una perniciosa tendencia a etiquetar, a rotular a diestra y siniestra, sin tener en cuenta que la normalidad es justamente heterogénea. Las categorías diagnósticas, mal utilizadas, son un arma de exclusión e intolerancia. Por eso debemos ser tan cautelosos al usarlas. Y por eso debemos entenderlas en su contexto: son una ayuda útil en la clínica, son una orientación diagnóstica, permiten disminuir la confusión y los malentendidos en la comunicación entre psiquiatras, pero si se descontextualizan y se usan en otros ámbitos (político, por ejemplo), las categorías pueden ser bastante nocivas.
Todos los que trabajamos en Salud Mental tenemos un compromiso con nuestros pacientes. Un compromiso ético y humano. El de hacer respetar sus derechos, a toda costa. Son ante todo personas, seres humanos. Si con fines académicos los englobamos en categorías, debemos hacerlo con toda la humildad (puesto que, en unos años, nuestras compensiones de la enfermedad mental muy seguramente sean superadas), con todo el amor (puesto que el diagnóstico tiene como objetivo dar el tratamiento correcto, que restablezca el equilibrio y la felicidad en el apciente y su sistema familiar). Debemos estar dispuestos a defender la dignidad de nuestros pacientes con coraje y tesón; si llega el caso de abandonar las conceptualiaciones diagnósticas en aras de la liberación social y política de ellos, que así sea.
Para finalizar, me gustaría discurrir acerca de categorización y comprensión. A primera vista, uno podría colegir que a mayor categorización, menor comprensión. Esto es parcialmente cierto. El enfoque comprensivo se lleva bien con las aproximaciones descriptivas y los espectros: lo comprensivo va de la mano con la noción del continuum en Psicopatología. Pero esta aseveración tiene una debilidad intrínseca: los continuos, los espectros, finalmente nos dan a entender, implícitamente, una categorización.
El enfoque comprensivo y el enfoque categórico hacen parte de un mismo continuo: cada uno es un polo, pero están unidos por una línea común. Ningún psicopatólogo puede irse completamente a uno de los extremos: nos movemos en ese espectro, oscilamos entre dichos polos, pero nunca estamos 100% en ninguno de los extremos. Toda categoría implica una noción de espectro. Todo espectro lleva implícita una definición categorial. ¿Cómo es esto? Los espectros se definen como tales al hacerse distintos de otras entidades clínicas: incluyen diversos cuadros que por sus manifestaciones semiológicas pueden ser englobados en un subgrupo (subgrupo al que llamamos espectro). ¿Y cómo se definió el subgrupo? Por las características que eran el común denominador de los cuadros clínicos incluidos en ese continuo, en ese espectro. O sea que, finalmente, estamos apelando a una categoría que engloba otras categorías. Nunca escapamos 100% de la categorización. Asimismo, supongamos que intentamos irnos al otro extremo: somos entonces cerrados, restringidos en nuestra apreciación clínica. Dentro de este enfoque, sólo podemos concebir los diagnósticos en términos de casillas, de áreas muy bien delimitadas…pero incluso así empezaremos a encontrar que hay áreas que colindan con otras, hay campos que comparten fronteras con otros, y hay cuadros fronterizos, cuadros que tienen características tanto de un paquete como de otro; es más, empezaremos a encontrar que no hay categorías clínicas completamente unitarias, no hay categorías puras: la misma sintomatología, o una sintomatología muy similar, puede verse en otras categorías…la noción de espectro subsiste.
Toda categoría tiene al menos una característica en común con otra (con muchas otras, la mayoría de las veces). Si las características (por ejemplo, signos o síntomas) que comparte con otra categoría son relevantes, o demasiadas como para ser tenidas en cuenta, vale la pena entender dichas categorías como entidades de un mismo espectro. Es más, puede que llegue el día en que la Psicopatología sólo sea entendida en función de espectros (un enfoque mucho más comprensivo que el actual): pero aún así, la noción de categoría persistirá. Finalmente, la categorización es lo que hará que determinada entidad sea incluida en un espectro determinado, y no en otro(s).
Para finalizar, me gustaría discurrir acerca de categorización y comprensión. A primera vista, uno podría colegir que a mayor categorización, menor comprensión. Esto es parcialmente cierto. El enfoque comprensivo se lleva bien con las aproximaciones descriptivas y los espectros: lo comprensivo va de la mano con la noción del continuum en Psicopatología. Pero esta aseveración tiene una debilidad intrínseca: los continuos, los espectros, finalmente nos dan a entender, implícitamente, una categorización.
El enfoque comprensivo y el enfoque categórico hacen parte de un mismo continuo: cada uno es un polo, pero están unidos por una línea común. Ningún psicopatólogo puede irse completamente a uno de los extremos: nos movemos en ese espectro, oscilamos entre dichos polos, pero nunca estamos 100% en ninguno de los extremos. Toda categoría implica una noción de espectro. Todo espectro lleva implícita una definición categorial. ¿Cómo es esto? Los espectros se definen como tales al hacerse distintos de otras entidades clínicas: incluyen diversos cuadros que por sus manifestaciones semiológicas pueden ser englobados en un subgrupo (subgrupo al que llamamos espectro). ¿Y cómo se definió el subgrupo? Por las características que eran el común denominador de los cuadros clínicos incluidos en ese continuo, en ese espectro. O sea que, finalmente, estamos apelando a una categoría que engloba otras categorías. Nunca escapamos 100% de la categorización. Asimismo, supongamos que intentamos irnos al otro extremo: somos entonces cerrados, restringidos en nuestra apreciación clínica. Dentro de este enfoque, sólo podemos concebir los diagnósticos en términos de casillas, de áreas muy bien delimitadas…pero incluso así empezaremos a encontrar que hay áreas que colindan con otras, hay campos que comparten fronteras con otros, y hay cuadros fronterizos, cuadros que tienen características tanto de un paquete como de otro; es más, empezaremos a encontrar que no hay categorías clínicas completamente unitarias, no hay categorías puras: la misma sintomatología, o una sintomatología muy similar, puede verse en otras categorías…la noción de espectro subsiste.
Toda categoría tiene al menos una característica en común con otra (con muchas otras, la mayoría de las veces). Si las características (por ejemplo, signos o síntomas) que comparte con otra categoría son relevantes, o demasiadas como para ser tenidas en cuenta, vale la pena entender dichas categorías como entidades de un mismo espectro. Es más, puede que llegue el día en que la Psicopatología sólo sea entendida en función de espectros (un enfoque mucho más comprensivo que el actual): pero aún así, la noción de categoría persistirá. Finalmente, la categorización es lo que hará que determinada entidad sea incluida en un espectro determinado, y no en otro(s).
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