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lunes, 10 de enero de 2011

PSICOLOGÍA PARA PSIQUIATRAS

David Alberto Campos Vargas, MD*
Este artículo nace de una gentil invitación a plasmar mi experiencia con la Psicología, siendo Médico Psiquiatra. La idea fue de Ana María Gallardo, una psicóloga a la que admiro y con la que tuve la fortuna de compartir algunas reflexiones a propósito del quehacer médico en el Hospital Universitario San Ignacio. Huelga decir que me pareció una idea fantástica, pues siempre he lamentado que muchos colegas (psicólogos y psiquiatras) tienden a creer que Psiquiatría y Psicología son dos mundos irreconciliables. Siempre había deseado mostrar que, en la práctica clínica, ambas disciplinas se hallan imbricadas de tal manera que no se puede hacer la una negando la otra. Por eso, tan pronto recibí la invitación, me sentí listo.

Aclaro que hablaré desde mi experiencia, desde mi subjetividad: hay que partir de la base que sólo estudié Medicina para poder ser Psiquiatra, y que la motivación para dicha tarea fue la lectura de La interpretación de los sueños de Sigmund Freud. También creo honesto señalar que este no es un artículo aséptico, neutro e imparcial, sino un escrito que nace de mi propia vivencia. De mi historia de amor con la Medicina, en la que hay más de una tempestad (pues ha sido un amor tormentoso, pero amor al fin de cuentas), de la pasión que siento hacia las mejores de mis amantes, la Filosofía y la Literatura, y de cómo, en esos embrollos amorosos, siempre la Psicología ha estado presente. Acaso los psiquiatras y psicólogos que lean esto se den cuenta que sí es posible el dichoso cuarteto.


Le debo a la Psicología buena parte de lo que soy como psiquiatra. El arte de la psicoterapia, fecundo y humano (lo más humano que hay en el ejercicio de aliviar el dolor y cuidar al prójimo), que me hace amar mi profesión, es ante todo un arte que se aprende siempre y cuando se tenga la sutileza del psicólogo. No bastan la precisión diagnóstica, ni el simple deseo de ayudar, ni el arsenal farmacológico: el que, en nuestra profesión, prescinda de ser psicólogo, difícilmente será un buen terapeuta. Y es que ser psicólogo no es solamente un oficio. Es una actitud existencial, de aprehensión del mundo, de las relaciones, de las características y vicisitudes del ser humano.

Psiquiatría y Psicología, lejos de ser antagónicas, son dos disciplinas tan hermanas como complementarias. La Medicina me enseñó la evidencia; la Psicología me enseñó a ver más allá de lo evidente. Allí donde la Medicina me mostraba el sufrimiento humano, la condición humana en su sentido más crudo y realista (realizando autopsias, atendiendo partos, aliviando el dolor, acompañando al paciente) la Psicología me hacía preguntarme qué había detrás de todo eso, por qué algunas mujeres no sentían tanto dolor en el trabajo de parto y ya de antemano sabían qué nombre le pondrían a la criatura, qué había llevado a ese sujeto a encontrar la muerte tan temprano, por qué mi sola presencia parecía aliviar a los pacientes.

La división entre ellas podrá ser un bonito ejercicio de semántica, pero en la práctica clínica es un sinsentido. De hecho, entre más Psiquiatría sepa un psicólogo clínico, con menos obstáculos se encontrará en su carrera; entre más Psicología haya estudiado un psiquiatra, podrá ejercer la psicoterapia con mayor habilidad. De hecho, la Psiquiatría es tratamiento, terapia, ¿y cómo se hace una buena terapia desconociendo las motivaciones básicas de ese ser humano al que se está tratando? Y la Psicología es comprensión, conocimiento, ¿y cómo darle una praxis a dicho conocimiento, desconociendo las herramientas con las que se puede tratar la enfermedad mental?

Una vez, hace ya dos décadas, un médico me tachó de “idealista” cuando intenté mostrarle cómo la ansiedad de una paciente precipitaba y exacerbaba su dolencia. Pues bien, este “idealista”, y otros miles, han visto en su carrera cómo soma y psique son una misma cosa, y cómo la enfermedad psíquica precipita, provoca, aumenta o empeora la enfermedad orgánica. Para rematar la ironía, este buen médico terminó, muchos años después, en mi consulta: la sintomatología de su colon irritable ha disminuido notablemente desde que empezó un proceso de psicoterapia.

Alguien podrá preguntarse: ¿es posible ser las dos cosas –psiquiatra y psicólogo- al mismo tiempo? Permítame contestarle: se trata de una pregunta retórica. No solamente se puede, debería ser así. No son opciones mutuamente excluyentes, sino complementarias. Creo que Freud, Jaspers o Lacan (todos ellos médicos psiquiatras) no habrían encontrado la mitad de lo que hicieron si se hubieran negado a beber de las prístinas aguas del Humanismo, o si se hubieran limitado a la farmacoterapia en su quehacer. Ahora bien: ¿quiere decir esto que se deben cursar, en la Universidad, ambas carreras, si se va a trabajar como profesional en el campo de la Salud Mental? Creo que hay que ser prudentes: tengamos en cuenta el viejo refrán: “lo que Natura no da, Salamanca no presta”. Cuando insisto en la necesidad de tener psiquiatras que sean buenos psicólogos, no estoy haciendo mayor exigencia que la de lanzarse al tratamiento (psicoterapéutico y/o farmacoterapéutico) del paciente con plena conciencia de su importancia como persona humana, con una comprensión de su devenir existencial, de sus relaciones objetales, de su forma de responder ante la enfermedad y otras coyunturas de la vida, de sus temores y esperanzas, de lo que espera de mí y del tratamiento. He conocido colegas que reunían, de manera formidable, ambas condiciones, y todos ellos eran excelentes autodidactas: las horas de lectura y reflexión, de intercambio de experiencias con otros profesionales, de asistencia a coloquios y congresos, de participación en casos clínicos, pueden ser tan enriquecedoras como las horas en los salones de clase. De hecho, mi primer contacto con la Psicología fue gracias a Shakespeare. El genial escritor bien puede estar junto a Kräpelin o Ey, por su profundo conocimiento de la naturaleza humana. Sus dramas, que revelan una capacidad de observación y análisis prodigiosa, hacen de él un verdadero maestro. La misma experiencia, aunque a la inversa, la tuve leyendo a Jung: toda una ciencia hecha poesía.

Y después, mientras estudiaba para hacerme médico, y cuando empecé a cursar Neuropsiquiatría, pude constatar que un buen apoyo psicoterapéutico era tan eficiente como la mejor de las medicinas. Los pacientes mejoraban, sonreían más, afrontaban más adecuadamente sus propios duelos, sus pérdidas, su cercanía al dolor y a la muerte. Por esa época tenía la afición, no sé si exageradamente positivista u obsesiva, de cuantificarlo todo: apliqué escalas, cuestionarios…con el mismo resultado. Las cefaleas puntuaban menos después de una intervención psicoterapéutica, así fuera breve, pese a mantener la misma dosis de medicación. Los pacientes con dolor crónico o que sufrían una enfermedad desmielinizante se afectaban menos en su funcionamiento global después de una sesión de psicoterapia de apoyo.

Luego, durante la especialización, encontré que espíritu, cerebro y cultura no sólo eran diferentes perspectivas de un mismo fenómeno. La división soma/psique era una falacia. El psiquismo hablaba a través del cuerpo, el cuerpo afectaba la psique, la condición de salud o enfermedad mental modificaba el funcionamiento corporal. Y, de nuevo, la Psicología estuvo allí, creando caminos, abriendo ventanas: de la belleza del cerebro a la profundidad del Psicoanálisis, de la Gestalt a la Teoría Sistémica, pasando por Beck y Bion…siempre fértil, siempre generosa, dándole color a mi carrera, permitiéndome nuevas comprensiones de los fenómenos que percibía.  

Creo que lo que me falta por recorrer es mucho, pero la experiencia de lo vivido hasta ahora merecía ser contada. Es la experiencia genuina, real, de alguien de carne y hueso, que no dista mucho (ni siquiera generacionalmente) de los psiquiatras y psicólogos que se encuentran actualmente en formación. De alguien que sintió tristeza – y pena ajena- la vez que una psicóloga le dijo que “no necesitaba” asistir a un congreso de Psicología, “porque sólo iban a hablar de psicoterapia”. De alguien que sonríe y se alegra cada vez que encuentra a uno de sus estudiantes leyendo a hurtadillas un texto de Antropología o de Historia, que se emociona cuando encuentra un colega dispuesto a navegar los mares que la Psicología ofrece. Alguien que espera que el psicólogo o psiquiatra que haya tenido la paciencia de leerlo tenga una actitud de apertura y comprensión, y sepa que el conocimiento no hace distinciones ni jerarquías absurdas: Psiquiatría y Psicología tienen la misma importancia y pertinencia, en todos los pacientes.

*Médico Psiquiatra, Pontificia Universidad Javeriana. Diplomado en Neuropsicología, Universidad de Valparaíso. Diplomado en Neuropsiquiatría, Universidad Católica de Chile.

TED KENNEDY, EL ADOLESCENTE QUE SE SOBREPUSO A SÍ MISMO



David Alberto Campos Vargas, MD*


“Because of the mistakes of his youth, Ted Kennedy felt he had something to prove in the Senate. And we´re all better off as a result”
Courtney Martin, The Imperfection and Redemption of Ted Kennedy

“Sé que he sido un hombre imperfecto, pero he tratado de enderezar el camino (…) Aunque mis debilidades me hicieron fallar, nunca dejé de creer”
Edward Moore Kennedy, carta al Papa Benedicto XVI

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Edward Kennedy fue siempre un abanderado de la democracia, la equidad social y la justicia. Por eso batalló, durante años, por un sistema de salud y pensiones digno, por la defensa de los ideales liberales y reformistas (claramente influenciado por sus hermanos John y Robert, también grandes estadistas), por la construcción de una sociedad igualitaria. Todas sus grandes gestas, libradas en el Senado de los Estados Unidos de América, configuran una biografía interesante.

El objetivo de este ensayo no fue indagar en la vida del adulto, el guerrero canoso y noble que, pese a sus años y su enfermedad, trabajó hasta el final en pro de los derechos de los inmigrantes y los menos favorecidos en su nación. Se han escrito ya textos excelentes al respecto (de Edward Moore Kennedy, el adulto). Pero de Teddy Kennedy, el adolescente, no se ha escrito aún lo suficiente. Mi deseo fue ahondar entonces en el joven Ted, el goloso y a veces perezoso chicuelo al que se le reprendía por no “estar a la altura” (afán que motivaría una de las carreras políticas más prolíficas de la Historia, como pretendo mostrarle al lector), en el hermano menor que sobrellevó en su juventud el drama de estar avasallado por las exitosas carreras de sus familiares, en el “Benjamín” de un clan competitivo, ambicioso y exigente, para aproximarme a una comprensión del hombre.

2

Esta labor implicó varios desafíos. Primero, no soy un historiador profesional. Si bien he escrito ya algunos artículos y ensayos históricos, estoy lejos de ser una autoridad en el tema. Pero ruego al lector que no me desacredite de antemano. Como psiquiatra acaso pude aportar algo con respecto al psiquismo del protagonista: una mirada humana, acaso más completa que la simple narración de sus datos biográficos. Algo más allá del mero personaje histórico.

Otro desafío consistió en no caer en la tentación de ver a Edward Kennedy como un simple continuador de la obra de su hermano John (y considerarlo sólo un heredero de sus grandezas y debilidades), o un émulo de su hermano Robert como senador. Muchos académicos han incurrido en este error. He subsanado esta dificultad empeñándome en una búsqueda esmerada y diligente, de fuentes diversas, entre ellas lo escrito y dicho por el propio Edward. Fuentes que dan “al César lo que es del César” y no eclipsan su figura.

Un tercer desafío, acaso el más grande de todos, fue el tratar de ser objetivo. Fue una especie de reto personal. Admiro al senador Kennedy y creo que su legado político y jurídico perdurará por décadas, no sólo en Estados Unidos, sino en toda América. He escuchado o leído buena parte de sus discursos, entrevistas y escritos. Su trabajo me inspira el mismo cariño que siento por la obra de Bolívar o Galán. ¿Se pudo ser objetivo ante una figura que despierta tantos sentimientos? No sé hasta dónde, pero lo intenté. ¿Se pudo producir un trabajo fecundo? Sin duda alguna. Aún desde mi subjetividad (y yo pregunto: ¿acaso existe alguien que no escriba desde su subjetividad, desde su vivencia de los hechos?, ¿puede alguien ser tan arrogante como para proclamarse 100% objetivo, imparcial y veraz?) pretendo ofrecerle al lector un trabajo serio, concienzudo y bien hecho.

Siempre me ha parecido que los que escriben con odio hacia el protagonista incurren en el mismo error de los que escriben para endiosarlos: el sesgo. La idealización es tan peligrosa como el desprecio. Por ende, no estoy sesgado por el amarillismo de los diarios de farándula ni por la envidia de los que gozan calumniándolo a él y a su familia. Tampoco estoy obnubilado por su figura: pese a lo bienintencionado de sus acciones, algunas fueron menos benéficas de lo que parecían. Escribí, pues, sobre Edward Kennedy lo más objetivamente que pude. Ted Kennedy fue un hombre maravilloso, pero fue un hombre: con altibajos, desaciertos y contradicciones. Eso no lo hace menos grande, sino más humano.

3

Empecemos con Edward Kenedy y su alimentación. Ted fue un preadolescente obeso, en ocasiones con el sobrepeso suficiente como para parecer rechoncho en comparación con sus atléticos hermanos. Puede señalarse una marcada semejanza con su abuelo materno, John Francis Fitzgerald, tanto en lo espiritual como en lo físico. El señor Fitzgerald era un hombre tierno y bonachón (atinadamente apodado Honey Fitz por sus paisanos de Boston), lo cual le permitió algunas victorias políticas (fue concejal y alcalde de Boston, y congresista por Massachusetts). Como recordarían años después su hija Rose y su nieto Ted, prefería muchas veces una conversación agradable en torno a una mesa bien servida que una acalorada discusión política. El joven Ted disfrutaba mucho de la compañía de Honey Fitz, y con él aprendió buena parte del toque campechano y simple de hacer política sin hablar directamente de política, sino disfrutando de un plato de comida junto a sus simpatizantes. Huelga decir que Ted, además de almuerzos y cenas, disfrutaba devorando golosinas.

En los primeros años de adolescencia, esta tendencia a la glotonería configuró un cuerpo lo suficientemente robusto como para alarmar a su padre, Joseph Kennedy, el exigente motor del clan. Esos kilos de más empezarían a atormentar a Ted en la medida en que sentía lo que lo alejaban de su padre. Joseph no era precisamente un padre rígido que imponía a sus hijos una disciplina espartana, como algunos han querido creer, pero sí era un arribista en el mejor (y peor) sentido de la palabra. Un hombre que quería abrirse paso y ser importante en una sociedad que miraba despectivamente a los inmigrantes (en especial a los irlandeses católicos) y a los “nuevos ricos” como él. Por eso Joseph se esmeró en proveer a sus hijos con todos los recursos con los que contó para que pudieran codearse con “lo más selecto” de Massachusetts, y les exigió ser “aristocráticos” por dentro y por fuera. Lo cual incluía verse atractivos y atléticos, claro. De hecho, incluso a sus hijas mujeres el esforzado Joseph las apremiaba a realizar deportes de competencia (cosa inusual para la época). Ted, por obvias razones, quedaba siempre mal parado. Sus hermanos Joe, John y Robert lo superaban en habilidades físicas y en todos los contextos (atletismo, fútbol, gimnasia, deportes náuticos, tennis).

Los problemas con su peso fueron, de esta manera, un estresor para Ted. Agobiado por el desempeño físico superior de sus hermanos, avergonzado por no tener su figura esbelta y “por fallarle a papá”, poco a poco fue sintiéndose inferior. No solamente inferior a sus hermanos, más fuertes y delgados (de hecho, la figura estilizada de John empezaba a granjearle amoríos por doquier), sino también inferior a las elevadas expectativas de su padre.  

Ted se quejó de las dietas que le imponían los médicos durante su adolescencia. Cuando, en una carta a su padre, le recriminó el rigor de las dietas y le hace saber que “se está muriendo de hambre”, su propio padre le contestó: “Me disgusta saber que te estás muriendo de hambre. No puedo creer realmente que no tengas nada que comer. Debes esforzarte”. Este tipo de comentarios, junto a comparaciones desfavorables con respecto a sus hermanos, fueron provocando en Ted un notable conflicto con respecto a su propio cuerpo, su apetito, su tendencia a la obesidad, y, al mismo tiempo, un profundo deseo de cambiar las cosas. Recuérdese la importancia central, para el adolescente, del cuerpo. El cuerpo es investido (cargado afectivamente); es el teatro, el terreno donde se juega buena parte de lo que el adolescente quiere y lo que repudia; es configurador de la identidad del propio adolescente, quien se está formando una idea de “lo que es” en buena medida por cómo vivencia su cuerpo. En este caso, el hermano menor de unos hermanos apuestos y atléticos, delgados, de esbelta figura, que constantemente está sufriendo, padeciendo en carne propia, la confrontación entre lo que se tiene y lo que se deber tener.

Pero finalizando la secundaria, Ted empezó a tomarle gusto a las famosas “dietas líquidas” que le prescribían. También entrenó cada vez más tiempo, a veces a solas, en especial fútbol americano. Así, al iniciar cada año duraba hasta dos meses tomando consomés y malteadas dietéticas, y practicando con ferocidad. Aliviado, al fin, por los primeros halagos de su padre, y motivado por ellos, entrenó aún más fuertemente y llegó a ser un deportista tan capaz como su hermano mayor, Joe. Al terminar la secundaria, ya era un buen jugador de fútbol americano, tennis y hockey. Se graduó en 1950 de la Milton Academy y en la Universidad de Harvard se destacó como un futbolista ofensivo y defensivo que, en palabras de un comentarista deportivo “no le temía a nada”.

En el juego final de su alma mater contra la Universidad de Yale, pese a que su equipo cayó derrotado 7 a 21 y perdió el campeonato, Ted jugó un partido memorable. El menor de los Kennedy llegó a ser, al final de su adolescencia, titular del equipo de fútbol americano de Harvard, con excelentes condiciones para el tacleo y el bloqueo. Incluso llamó la atención del entrenador de los Green Bay Packers, Lisle Blackbourn. Declinó la invitación de Blackbourn aduciendo que quería hacer una carrera política, pero, de ahí en adelante, siempre estuvo preocupado por su performance atlética.

4

Al inicio de su adolescencia, Ted Kennedy no gozaba de las aptitudes intelectuales de sus hermanos. Joe, que había perecido trágicamente en una misión de alto riesgo en la Segunda Guerra Mundial, había sido un estudiante modelo. John también había sido un estudiante destacado, era un excelente lector y era, a la sazón, un escritor de talento que ya “hacía sus pinitos” en política. Robert era un hombre consagrado (mostrando en sus estudios la misma intensa dedicación que sería su sello personal por el resto de su vida). 

Tenía, eso sí, habilidades sociales, y conseguía amigos con facilidad. Pero Rose y Joseph, sus padres, no estaban contentos con eso. El joven Ted, aunque no era un chico díscolo, siempre estuvo, a decir de uno de sus biógrafos, “interesado en frivolidades”. El nieto de Honey Fitz no sólo andaba por ahí en busca de manjares: realmente disfrutaba del contacto con la gente, y, como su abuelo materno, gastaba horas enteras en “vida social”, en desmedro de sus calificaciones. Esto, obviamente, contrariaba a Joseph Kennedy, quien lo sermoneaba a menudo.

El punto crítico de su flojo desempeño académico fue su expulsión de Harvard, al año y medio de haber ingresado, tras haber hecho fraude en un examen de Español. El hecho lo llenó de tanta vergüenza que por un tiempo anduvo a la deriva y llegó a considerarse indigno de “ser un Kennedy”. Pero de nuevo, ante la amenaza de perder el amor del padre (quien le reiteraba a menudo: “No me importa lo que hagas en la vida, pero hagas lo que hagas, debes ser el mejor del mundo”), Ted se esmeró lo mejor que pudo. Poco a poco hizo un esfuerzo consciente por cultivarse. Siguiendo el ejemplo de John empezó a devorar libros de Historia y Ciencias Políticas. Reingresó a Harvard en 1953, donde se esforzó por mejorar su rendimiento académico.

Y empezó a verse el cambio. Como carecía de la sofisticación y la brillantez intelectual de John, pese a ser ya un buen lector y autodidacta al final de su adolescencia, pagaba a menudo a profesores particulares para perfeccionarse en Leyes, ciencias Políticas, Economía, Administración e Historia (costumbre que continuaría hasta su muerte en 2009). También carecía de la intensidad y vigor apasionado de su hermano Robert, por lo que intentó muchas veces pulirse en sus capacidades oratorias. De hecho, ingresó a un club de debate, y hasta el final de su vida (pese a su difícil enfermedad) hizo juiciosamente “la tarea” de preparar cada debate que daría en el Senado.

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Otra dificultad en su lucha por “ser un Kennedy” la constituyó su propio temperamento. Era poco glamoroso, en comparación con el carismático y mujeriego John, o con el idealista y fotogénico Robert. Su padre lo fustigaba por ser a menudo perezoso. Tomaba whisky, daiquiris, vino…sus borracheras llegaron a ser proverbiales. Todo esto ponía los pelos de punta al viejo Joseph.

Su paso por la Armada (1951-1953) fue bastante pálido. En contraste, sus hermanos habían sido héroes de guerra: Joe perdió la vida en una misión encaminada a destruir las bases de bombas V1 y V2 de los nazis, y John, comandante de Marina en el Pacífico, realizó una encomiable labor después de que su lancha patrullera fuera partida en dos por un destructor japonés (ayudó a sus soldados a aferrarse a los restos de la nave y llevó consigo hacia la costa de un islote, nadando durante horas, a uno de sus hombres, que había sido herido en las piernas). Ted no fue sino un opaco soldado estadounidense en Europa Occidental, al lado de las proezas de sus hermanos. Esto lo contrarió tanto, que desde el final de su adolescencia se dedicó a librar sus propias guerras (contra la intervención en Vietnam, contra el ambiente opresor de la administración Nixon, contra la discriminación de la comunidad gay, a favor de los inmigrantes y de los desposeídos) como el mejor de los soldados.    

De nuevo la exigente figura de su padre, y, como explicaré más adelante, la formación reactiva y la compensación, moldearon a Ted, y no sólo en eso:  después de todo, terminaría siendo un político elegante y sofisticado. Finalizando la adolescencia, el desparpajado Ted fue adquiriendo los modales “de un Kennedy” y asumiendo su rol con convicción. Como sentía que aún no tenía el glamour de John, lo compensó siendo un hombre siempre dispuesto a ayudar a los demás, especialmente a los más débiles. Como sentía que no tenía la elocuencia y fluidez de Robert, se esforzaba en ser cuidadoso cuando hablaba, escogiendo palabras y argumentos.

Su lucha por dejar a un lado el alcohol fue titánica. Ya los cotilleos sobre su afición a la bebida lo habían hecho sentir bastante mal, y había empezado a “tratar de enderezar el camino” al inicio de su adultez, cuando le ocurrió una tragedia que, para muchos de sus biógrafos, le impidió llegar a la Presidencia de Estados Unidos. Iba atravesando el puente sobre el río Chappaquiddick con Mary Jo Kopechne (para unos, una voluntaria; para otros, una “amiguita con derechos”; el propio Ted Kennedy, en sus memorias, insiste en que se trataba de una chica íntegra que simplemente lo estaba acompañando), bastante bebido (como él mismo reconoció), cuando perdió el control y el auto cayó al agua. Ted logró salir y nadar hacia la superficie, la señorita Kopechne falleció. El incidente desató un escándalo y nuevamente, el “penitente” Edward Kennedy quiso ganarse el respeto y el cariño (de su padre, de su pueblo y de su propio Superyó, en mi opinión) y dejó el licor de tajo. Como señala uno de sus biógrafos: “Cambió, creció, se hizo sobrio”.

La determinación para alcanzar a sus hermanos John y Robert y “hacerse digno” del afecto de su padre hizo que usara su facilidad para empatizar y hacer amigos con fines políticos. Tenía habilidad para contactar al ciudadano de a pie, en las calles, y usó esta condición en sus campañas. Con un estilo sui generis, distinto al de sus hermanos mayores, logró ser elegido senador hasta 2009, año en que falleció (y en el que continuaba como senador en funciones por Massachusetts).

Con respecto a su espíritu remolón e indolente de su adolescencia, que a su padre le preocupaba tanto (pues no quería “hijos perezosos” en su familia), el adolescente Ted cambió tanto que, hasta el final de sus días, se levantó temprano y trabajó incansablemente. De hecho, a menudo llamó a sus colaboradores a medianoche, y él mismo se autoimpuso una singular disciplina de trabajo.

6

He aquí al adolescente que, exhibiendo un formidable espíritu de superación (determinado por la compensación y la formación reactiva, en mi opinión), se convierte en el adulto que protagonizaría la política de los siglos XX y XXI.
Johnson, Ford, Carter, Reagan, Bush (padre e hijo), Clinton y Obama, amén de sus hermanos John y Robert Kennedy, compartirían con este hombre secretos, luchas y vivencias de diversa índole. También otras figuras del Partido Demócrata, como el candidato a la presidencia y colega senador por Massachusetts John Kerry o el premio Nobel de Paz Albert Gore, y de la política mundial (Andropov, Sharon, Köhl, Gorbachov, Rabin, Arafat, Juan Pablo II, Mitterrand), conversarían, negociarían y discutirían con este hombre que, en palabras de Barak Obama, fue “el defensor de los que nunca tuvieron defensores, el legislador más grande de nuestros tiempos”.  

La adolescencia de Edward Kennedy fluctuó entre “el pecado y la virtud” (para usar una metáfora agustiniana), entre la pulsión y las exigencias superyoicas. Hay en Ted un movimiento del defecto a la cualidad, en el que los mecanismos de Compensación y Formación Reactiva son nucleares. Por eso resulta tan interesante, desde lo psicodinámico.

La Formación Reactiva consiste en un conjunto de procedimientos inconscientes adaptativos y defensivos mediante los cuales el Yo (la porción inconsciente del Yo, para ser más precisos) desarrolla formas de pensar, sentir y actuar directamente opuestas a rasgos de carácter, impulsos y tendencias inaceptables para las agencias censoras (del Superyó) de la personalidad.

La Compensación es un conjunto de maniobras inconscientes adaptativas y defensivas (es decir, al igual que la Formación Reactiva, se trata de un mecanismo de defensa, ejercido por la porción inconsciente del Yo) mediante las cuales el Yo crea atributos o cualidades opuestas a imperfecciones (sean éstas fantaseadas o reales).

Estos mecanismos de defensa, pienso yo, son parte del engranaje motor de su afanosa carrera de superación personal. Por ejemplo, a la imperfección “no ser tan elocuente”, Ted aparejó la compensación “hablar clara y argumentadamente”; a la tendencia a la vida mullida y al desparpajo Ted, por formación reactiva, antepuso un estilo de vida en el que la autodisciplina y la autoexigencia física fueron notables. Pero eso no es todo. 

La figura del padre (Joseph Kennedy) juega un papel fundamental en la estructuración del Superyo en Ted, y en su empleo de los mecanismos de defensa anteriormente descritos. Ya he señalado el tinte arribista de los esfuerzos del patriarca Kennedy por descollar socialmente; pero hay mucho más: se trata de un católico de convicciones, emprendedor (y con un olfato sin igual para los negocios), de valores firmes, irlandés hasta el tuétano y heredero de una ambición familiar: ser alguien en los Estados Unidos de América. Joseph nunca fue, como ya he insinuado anteriormente, un padre violento. Por el contrario, el testimonio de su prole y sus amigos nos muestra un hombre tierno, dulce y completamente volcado a su familia. Un hombre hogareño, aunque, eso sí, ambicioso. Y con planes para sus hijos (los mismos que, me atrevo a  decir, tal vez tuvo para él en su juventud, pero cuya realización debió postergar dadas las circunstancias sociales que le tocó vivir). Un padre abnegado, pero exigente. Un padre que no toleraba ni la holgazanería, ni la glotonería, ni la debilidad de carácter, ni la mediocridad. Un padre que, aún después de muerto, siguió exigiendo con severidad al psiquismo del atribulado Ted. Un padre omnipresente, al ser incorporados sus mandatos en el polo de los ideales de su hijo menor, al ser introyectado él mismo, como objeto-self: un padre cuya voz resonó siempre en el Superyó de Ted Kennedy.

Con semejante padre, en semejantes circunstancias (ser el menor de una familia próspera y pujante, llamada a convertirse en toda una dinastía política, compitiendo frente a hermanos de gran envergadura como John y Robert, en el marco de un hogar católico tradicional), no es exagerado decir que la adolescencia de Ted ofreció ciertas (y complejas) particularidades. La mente de un niño que teme defraudar a su padre idealizado, que teme perder el amor de un objeto primario a la vez amoroso y exigente, que busca emular a sus exitosos hermanos es la que nos encontramos justamente intentando conciliar lo que parece irreconciliable: un temperamento bonachón y despreocupado con toda una misión delineada por el ambicioso Joseph, un individuo con tendencias inaceptables para el “plan maestro” del padre, que se ve impelido a equilibrarlas (compensación) o modificarlas hacia conductas opuestas (formación reactiva).

Cabría añadir que, con Ted, se dio el fenómeno de heredar sueños, proyectos y “asuntos pendientes” de los ancestros, a nivel inconsciente, y estar, por así decirlo, impelido a ejecutarlos e intentar “resolverlos”, en una imbricación transgeneracional inconsciente. Ted no sólo heredó la “misión” reformista y comprometida con los derechos civiles de John y Robert Kennedy, como ya lo han dicho sus biógrafos; también heredó la “misión” de sobresalir, destacarse y “ser alguien” de su padre Joseph, así como el mandato inconsciente de su abuelo (que nunca pudo lograr ser un “peso pesado” de la política estadounidense y tuvo que conformarse con brillar en Massachusetts) de figurar a nivel nacional e internacional, y seguramente también de los primeros Kennedy que llegaron al Nuevo Continente, afanosos de hacer realidad su “sueño americano”.  

Creo que esta singular combinación de factores (un Superyó exigente, con un polo de ideales y ambiciones a su medida; un padre sui generis con el que se viviría un Edipo también excepcional, y cuyas exigencias seguirían haciendo eco en el psiquismo de Edward, toda su vida; un sistema familiar competitivo; una interesante posición de hermano menor de dos personajes históricos de suma importancia; el uso de mecanismos de defensa tales como la formación reactiva y la compensación; un carácter batallador y siempre dispuesto a superarse, y otros más, que pude haber pasado por alto) hicieron de este adolescente un hombre peculiar. Y este hombre y su lucha por “probarse” a sí mismo y a los demás fueron, realmente, benéficos para la Humanidad.

*Médico Psiquiatra, Pontificia Universidad Javeriana. Diplomado en Neuropsicología, Universidad de Valparaíso, diplomado en Neuropsiquiatría, Pontificia Universidad Católica de Chile.

REFERENCIAS

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Bly, N. The Kennedy Men: three generations of sex, scandal and secrets. New York, 1996
Canellos, P. The last lion: The fall and rise of Ted Kennedy, Simon & Schuster, 2009
Clymer, A. Edward M. Kennedy: A biography. Morrow & Company. 1999
Hersh, B. The Education of Edward Kennedy: A Family Biography. New York, 1972
Honan, W. Ted Kennedy: profile of a Survivor. New York, 1972
Kennedy, E. Los Kennedy, mi familia. Boston, 2009
Leamer, L. Sons of Camelot: The fate of an American Dinasty. Morrow & Company, 2004
Levin, M. Edward Kennedy: the myth of leadership. Boston, 1980
Martin, C. The imperfection and redention of Ted Kennedy. En The American Prospect. 2009
Obama, B. Discurso de Despedida al Senador Edward Kennedy, 2009
Sorensen, T. Remembering Ted Kennedy, my friend of 56 years. 2009.